Me enamoré
de un lugar, lo amé desesperadamente y simplemente no quería volver a mi
locación de origen. De verdad sentía que era capaz de dejar todas las cosas que
me ataban, estuve convencida de poder hacerlo sin la más mínima lágrima de por
medio. Pude imaginar mi vida de una manera completamente distinta, y no parecía
trabajoso.
Corté mis
lazos con la facultad por partes… Al principio de manera tosca con un mail la
mañana misma que empezaba el viaje, siendo plenamente consciente que no iba a
poder revisar la casilla del campus porque mi navegador estaban configuradas
las claves de mi usuario, que nunca me las aprendí de memoria. Rompí así una de
las ataduras que, siguiendo el esquema social, me había impuesto.
Sin embargo
en el viaje parecí cargarme de paciencia para con mi trabajo; las dos semanas
que me tomé me sirvieron para recapacitar sobre lo que realmente era mejor
hacer, para calmar los ánimos y decidir quedarme hasta fin de año. Lamentablemente
volver a la actividad me colapsó la paciencia. Bajo ninguna circunstancia había
necesidad de prolongar un mal tan cínico, menos después de haberme convencido
de poder vivir en una pequeña comunidad, en algún lugar poco poblado.
Lo
abandoné, me limité a cortar la relación de manera poco escrupulosa; no me
importó quedar bien o mal. Ya no quería quedar más.